siempre el mismo, constante, eterno!,
tres coma catorce,
tres coma catorce dieciséis,
primeros balbuceos de un río infinito
de decimales sin período, siempre nuevos,
único e infinito, único y diverso,
tres coma catorce,
el recuerdo escolar de tantos cálculos,
tres coma catorce dieciséis,
el recuerdo de números en clave,
como barcos en un puerto,
humeantes, a punto de partir
río abajo, mientras el agua fluye
hecha números y caricia,
y el lomo de los cocodrilos de las preguntas
que van haciendo los matemáticos
anuncia ya todo tipo de peligros:
es fácil que una de ellas os pille
en sus mandíbulas plagadas de agudezas
y os arranque años de vida con un problema,
el área del círculo
Dividida por el cuadrado del radio
seductor, desafiante,
muy difícil de resolver,
pero tan atractivo que ni siquiera os déis cuenta
de que estáis quemando en él la vida,
de tan adentro como os ha entrado
aquella pregunta que tan pocos pueden comprender,
y los cinco sentidos se ponen al acecho
de algo que desborda los sentidos,
de las extrañas propiedades de un número
llamado irracional y que desborda la razón,
pero que está en el fondo de la razón del universo.
El primer problema: calcularlo,
obtener más y más decimales,
escalar un monte de decimales,
penetrando cada vez más en un mundo
que ya no pertenece al universo de la medida
–si medís las longitudes
de circunferencias reales, de diámetros reales,
y obtenéis su cociente,
sólo hallaréis dos decimales, tres decimales,
quizás cuatro decimales del número ?
(lo que de él sabían los egipcios):
los otros quedarán más allá
de los límites de la precisión de la medida-;
una definición, pues, que parece tan simple,
–un cociente de dos longitudes que estáis viendo
dibujadas en el papel–
y lleva, en cambio, a un desbordamiento de decimales.
¿Y cómo han calculado tantos decimales?
Durante más de dos mil quinientos años,
los que se atrevieron a embarcarse en la aventura,
siguiendo los pasos del gran Arquímedes,
inscribían polígonos en un círculo,
decágonos, dodecágonos, pentadecágonos,
polígonos de más y más lados,
y calculaban su perímetro
y lo dividían por el diámetro del círculo circunscrito;
naturalmente, cuanto más lados,
más se aproxima el polígono a la circunferencia
y más precisión se consigue en los decimales,
pero también encontraban
más y más dificultades;
parece duro, lo sé,
parece árido, lo sé,
pero también sé ver los atractivos
de navegar por un río en una selva espesa,
sin saber cómo será su curso un poco más allá,
ahora lento –decimales pequeños–,
ahora rápido –decimales grandes–,
siempre fluyente pero siempre impredictible:
¿cuál será el siguiente decimal?
¿Valdrá dos?, ¿valdrá cinco?, ¿valdrá nueve?
no hay manera de saberlo,
salvo que hagáis el cálculo;
¿cuál será el valor del decimal quinquagésimo?
el área de la esfera
dividida por cuatro veces el cuadrado del radio,
no hay otra manera de saberlo
que hacer todos y cada uno de los cálculos
que conducen hasta este decimal,
es decir, calcular todos los decimales anteriores
sin saltarse ni uno
–como en el tiempo de nuestra vida:
no hay otra manera de saber
lo que pasará dentro de un año
que vivir día a día todo el año,
hora a hora, minuto a minuto todo el año,
un tiempo, pues, diferente del tiempo de los astros,
predictible a largo término.
Pero sigamos con los decimales del número ?:
el método de los polígonos se hace largo y fatigoso:
¿habría manera de hallar un camino más rápido?
John Wallis, hacia mil seiscientos ochenta,
encuentra (en Oxford) que ? puede ser expresado
-tomad nota-
como el doble del producto de los cuadrados
de todos los números pares
dividido por el producto de los cuadrados
el volumen de la esfera
dividido por cuatro tercios del cubo de su radio,
de todos los números impares;
parece misterioso, lo sé,
no es evidente, ni fácil de demostrar,
pero es un salto, ¿no lo véis?:
hemos pasado, por primera vez en dos mil años,
de la geometría a la aritmética,
vemos el número ? con una luz diferente,
nos cuesta reconocer en este cociente
de productos de números
aquel cociente de longitudes inmediatas,
tan directamente visibles y sensibles,
y ahora nos parece arisco y misterioso,
pero su cálculo se ha hecho más fácil,
más y más decimales;
el proceso se acelera todavía más
cuando se hallan otras formas aritméticas
de escribir el número π, :
como suma de potencias,
como suma de inversos de potencias,
como raíz de sumas de inversos de potencias…
Pero se necesita, para eso,
afinar los instrumentos de las matemáticas,
inventar las derivadas,
inventar las integrales
–¿inventar o descubrir?:
observad que son conceptos diferentes
que suponen, también, ideas muy diversas
dos veces el producto de los cuadrados de todos los pares
dividido por el producto de los cuadrados de todos los impares
sobre qué son los números y la mente–,
inventar series de Taylor,
inventar series de Fourier,
inventar muchos otros procedimientos
que no quiero mencionar para evitar
que este escrito deje de ser lo que quiero:
un poema, en cierta forma, y no una lección
de matemáticas o historia
–por eso no hablo de otras propiedades
del número π, como la transcendencia,
ni doy ningún detalle de lo que digo.
No hablo de fórmulas concretas,
sino de emociones que he sentido,
y que antes que yo han sentido muchos otros,
y que sentirán muchos otros cuando yo ya no esté,
emociones de belleza y de vértigo
de viaje y de aventura,
de esfuerzo, de derrota, de victoria,
de rebeldía, de perseverancia,
de fusión con el mundo y de lejanía del mundo,
que algún día también sentiréis vosotros
el área de la elipse,
dividida por el producto de sus ejes,
si pensáis, con detalle, en este número
o en otros números que le son familiares
–la raíz cuadrada de dos, por ejemplo,
es decir, el cociente de la diagonal
y el lado de un cuadrado,
cociente irracional
que amargó la vejez de Pitágoras,
quien había enseñado que el mundo
estaba hecho de números puramente racionales
–pero ¡qué ironía, que dos formas,
el círculo y el cuadrado, que encontramos por doquier,
rehúsen expresarse en estos números!.
Pero podéis preguntaros otras cosas
que cuál será el siguiente decimal:
con los ordenadores, el proceso se ha acelerado
enormemente y conocemos ya
miles de decimales,
en lugar de los quinientos a que se había llegado
con el ingenio y las fuerzas estrictamente humanas;
así, pues, suponed que ya tenemos
miles de decimales,
todos ellos irrelevantes a efectos prácticos,
salvo los cinco primeros o, como máximo,
de los quince o veinte primeros, hilando fino.
Os podéis preguntar por la abundancia
relativa de las diversas cifras:
la del uno, la del dos, la del tres, la del cuatro,
la del cinco, la del seis, la del siete, la del ocho,
la del nueve, la del cero.
Pues bien: se comprueba –pero mucho antes
de que esto hubiera sido comprobado ya lo había demostrado
Borel y otros matemáticos–
que la abundancia relativa de las diversas cifras
es la misma,
que la abundancia relativa de todos los grupos de dos cifras
–quince, veintitrés, noventa y cinco, por ejemplo–
es la misma
que la abundancia relativa de todos los grupos de tres cifras
–ciento veintiuno, quinientos veintitrés, pongamos por caso-
es la misma,
y así sucesivamente para grupos
de más y más cifras;
en otras palabras: es seguro
que en los decimales de π, encontraréis la fecha
de vuestro nacimiento
(23-10-1953, en mi caso,
o bien 31-4-1592, si nos fijamos
en las siete primeras cifras de pi)
y también la fecha de vuestra muerte
(que no sabréis reconocer,
como en mi caso),
y vuestro número de teléfono;
más aún: si designamos las letras mediante números
–1 la A, 2 la B, 3 la C, 4 la D
y así sucesivamente–
sabed desde ahora que vuestro nombre está escrito
en los decimales del número π, ,
y que en algún lugar del número π, podéis hallar,
juntos, vuestro nombre y el de vuestro amor
y el nombre de vuestros hijos,
y las fechas del nacimiento y de la muerte
de cada uno de vosotros
Es vertiginoso, ciertamente, pero he de decir
que al lado de vuestro nombre también está escrito
el nombre de cualquier hombre o mujer
que hayan existido o que nunca existirán:
es, pues, vertiginoso y fútil:
está toda vuestra historia
pero también todas las otras posibles historias
que habríais podido vivir,
todos los otros amores
que hubierais podido tener,
de manera que lo dice todo y nada,
como algunos oráculos antiguos,
o como pasa a menudo cuando se habla demasiado.
Si miráis el número π, después de haber leído
este poema, os parecerá, quizás, vertiginoso,
como un pozo sin fondo, como un infinito
que se despliega ilimitadamente delante vuestro,
pero moriréis antes de haber podido leer
una mínima parte de sus decimales.
En el número π, hay el reposo y el movimiento
(como en el círculo),
la eternidad y el tiempo
(como en Dios),
la finitud y la infinidad
(como en el universo),
la armonía y el caos
(como en el mundo):
una definición breve y precisa,
y una inacabable sucesión de decimales
que no repiten su orden en ningún período.
Pero hay casos aún más inquietantes:
números que no es posible definir,
ristras infinitas de decimales
colocados al azar, al puro azar,
números, pues, que nunca podréis reducir
a una definición breve y concisa,
como π, o raíz de dos,
sino números que son movimiento sin reposo,
caos sin armonía, tiempo sin eternidad,
números que ni tan sólo podemos pronunciar,
números que nos recuerdan que el mundo es inefable,
la longitud de la circunferencia
dividida por dos veces el radio
y por eso conviene que, de vez en cuando,
la poesía hable de esta clase de números
que comparten con ella los límites del lenguaje,
y quien sabe si del mundo,
tal como los números hablan en ella
mediante los acentos, las sílabas, las estrofas.
O quizás son números que no pueden existir
si es que el mundo, en el fondo, es palabra
–no nuestra, claro está, sino de un Dios
que hubiera querido hacerse palabra a la medida
de nuestra limitada capacidad de escucha–,
pero esto nos conduciría a otros derroteros
–los de Dios y de su presencia
en el mundo y en nosotros–
que convendría no esquivar como lo hacemos,
tan desdeñosamente, en estos tiempos.
Pero me detengo aquí
y doy por acabado este poema
–de hecho, inacabado y discursivo–,
sabiendo, empero, que el número π, sigue,
caudaloso como todos los ríos a un tiempo,
con más cifras que gotas el Nilo o el Ganges,
el Volga o el Amazonas,
con más cifras que granos de arena
hay en todas las playas de la Tierra,
con más cifras que átomos hay
en todos los planetas del sistema solar,
y rehusando siempre un orden claro y repetitivo,
como un río espumoso y turbulento, infinito,
pero también lento, sutil, discreto,
modesto en su apariencia
pero con más propiedades que oro hay
en las minas del mundo,
o hasta que Dios se canse de él y diga basta,
y haga terminar el universo por la fatiga
de tener que soportar números como éste,
el número π.